El samurai y la vida

 

          A veces es curiosa la concepción que las personas tienen de lo que es el arte. A veces se piensa que un artista, debido a la sensibilidad especial que tiene para ver la vida, tiene que ser necesariamente pacífico... o, al menos pacifista.

          Tal vez, si analizamos mejor la situación, encontramos que no es tan así. Cualquier persona que practica un arte marcial, sobre todo si lo domina a la perfección, puede ser considerado un artista marcial.

          Esto se estaría contraponiendo a lo anteriormente enunciado, salvo que pensemos que un verdadero artista marcial es el que se prepara para la paz mediante el estudio de la violencia.

          Como están muy difundidas las historias de samuráis y ninjas quiero contar la historia de José, alguien a quien conocí hace tiempo y que, pese a que no era un gran samurai, libró un gran combate.

          Cuando yo lo conocí, mientras se estaba ejercitando dentro de un gran recinto con piso acolchad, tenía treinta años.

          Yo, me comentaba José mientras marcaba bloqueos y golpes delante de un espejo, comencé a practicar artes marciales desde muy chico. Desde entonces comprendí que es necesario saber pelear para defenderse de las agresiones. A medida que fui creciendo, me di cuenta de que, tal vez, las que no son físicas sean las más dolorosas. Para defenderse de éstas hay que tener mucha convicción y seguridad en sí mismo.

          Por un momento dejó de hablar. Hizo cien flexiones y cincuenta abdominales y luego se extendió en el piso con los ojos cerrados. Permaneció así por mucho tiempo, pero no dormía. Estaba en una de esas meditaciones que lo alejaban del mundo pero lo acercaban a la esencia misma de la vida.

          Lo vi tan relajado, tan confortado. Ni siquiera su respiración era agitada. Por un

momento sentí miedo de que mis pensamientos de cosas triviales, de alguna manera, perturbaran los suyos. Di unos pasos y lo contemplé desde lejos.

          Era de estatura mediana. No sé si llegaba al metro con ochenta. Su físico era armónico, formado con disciplina y ejercicios. Su mente, inexplorable. Sólo se conocía  lo que quería revelar. Era callado, tal vez porque cuando no hay nada inteligente para decir, es mejor permanecer en silencio.

          Concluyó con su meditación. Se puso de pie y comenzó a correr alrededor del Tatami. ¿Cómo sabemos cuánto debemos correr?. Hasta que la sal pueble los labios... más siete pasos más.

          Se sentó a mi lado, en el suelo, con las piernas cruzadas y continuó hablando:

          Con el tiempo, decía, me dí cuenta que el gran samurai no es el que no tiene miedo sino el que mejor sabe ocultarlo. Es algo natural y hasta casi diríamos, fisiológico tener miedo. Forma parte de nuestros mecanismos de defensa. Sólo que nosotros, los humanos, que todo lo queremos intelectualizar, creemos que es una debilidad. Aprendí ante situaciones límites a imaginarme cómo actuaría una persona que no tuviera miedo, y así era como actuaba. Es decir, actuaba como una persona valiente aunque tuviera miedo.

          Cuenta una leyenda oriental, continuaba, que una vez una persona que no sabía luchar retó a duelo a un buen luchador. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho y viendo que no tenía tiempo para aprender un arte marcial, fue ante un profesor y le dijo: Enséñeme el saludo y una posición, así moriré con honor. La historia concluye que esa posición le salió tan bien que el buen luchador sintió miedo y salió huyendo.

          Con los años advertía José que fingir ser valiente puede ser trasladado a otros órdenes de la vida. A veces no sólo es necesario ser bueno sino que hay que parecerlo. Por otro lado, se puede parecer bueno sin realmente serlo.

          Solo se trata de averiguar que es lo que la gente piensa que una persona debe hacer para ser buena y simplemente hacer eso.

          Uno puede trabajar veinticinco horas al día, durante ocho días a la semana. Cuando por fin consigue un asiento en el ómnibus de regreso al hogar, uno no se sienta, se tira sobre él. ¿Qué pasa si a ese mismo ómnibus sube una viejita? Un buen samurai nunca se cansa y le cede el asiento aunque interiormente quisiera conservarlo. ¿Uno es bueno? Creo que sí. La gente, me decía, te evalúa por lo que hacés, nunca adivina lo que pensás.

          Estuvo un rato en silencio. Luego sin mirar el reloj, presintió que ya era tarde. Se levantó, se dio una ducha fría y se perdió en la oscuridad de la calle.

          Una de las últimas veces que lo vi, antes que concluyera el entrenamiento para el gran combate, fue en el vestuario. Yo había terminado de presenciar un partido de Básquet y como al descuido me quedé. Sabia que José llegaba a esa hora. Me atraía su personalidad y su filosofía de vida.

          Llegó con paso firme. De su hombro colgaba un cuadrado de tela de algodón atado con una cinta negra. A medida que lo fue desenvolviendo, advertí que se trataba del equipo de Yudo.

          No me saludó. Nunca lo hacía. Ni cuando llegaba ni cuando se iba. Mientras se cambiaba de ropas lo interrogué acerca de la Vida, de cómo ser en la vida.

          La vida es muy difícil, me comentó mientras se colocaba la chaqueta, tan difícil que nadie sabe como vivirla. Si te comprás, por ejemplo, un equipo electrónico, te lo venden con las instrucciones para hacerlo funcionar. Y si no funciona, te dice también lo que tenés que hacer. En cambio la vida es el único producto que viene sin manual de instrucciones. Pero si sos un poco observador y escuchás lo que dice la gente, te podés hacer una idea de cómo tenés que ser en la vida.

          Interrumpió la conversación por unos instantes mientras realizaba un complicado nudo en su cinturón; luego me miró para que lo siguiera y se dirigió hacia el Dojo.

          Mientras caminábamos me animé a decirle: a mí me parece que no es una forma lógica de vivir. Me refiero a inventarse una dura disciplina para hacer lo que la gente dice que tenés que hacer. Creo que se pierde algo esencial en la vida que es la libertad. Poder decidir por sí mismo.

          Se detuvo en medio del salón y luego de hacer una reverencia me dijo: ....quien es enteramente libre en esta vida. Creo que uno siempre está condicionado por las circunstancias o por la gente que nos rodea. Uno tiene la ilusión de que decide. Mientras hacés bien las cosas, nadie puede reprocharte nada.

          Puede ser, le dije mientras me sentaba en el suelo contra una de las paredes, pero ¿cómo sabés diferenciar a los que te aconsejan bien de los que lo hacen mal? Y por otro lado, ¿no es más beneficioso hacer algo bien porque uno está convencido que hacerlo por un reflejo condicionado o para eludir un castigo?

          Se limitó a decirme que eran puntos de vista. Comenzó a hacer movimientos de ataque y defensa contra adversarios inexistentes. Los movimientos eran tan plásticos y precisos que parecía que estuviera ensayando un ballet. Tal vez, pensé, esto es lo que marca la diferencia entre la violencia y las artes marciales. Creo que es el estudio de la violencia para no ser violento.

          Después de una hora de ejercicios, se arrodilló en el piso y meditó durante quince minutos. Cuando se levantó, su rostro había cambiado. Creo que ya estoy preparado para el gran combate, me dijo.

          Bien, le contesté, te espero el Domingo donde ya sabés.

          Se dio una ducha fría y se fue.

          Ese Domingo era la cita del gran combate. El lugar era un llano increíble donde el césped parecía una gran alfombra verde.

          José llegó cuando recién estaba saliendo el sol. Sin pronunciar palabra, comenzó a ponerse su equipo de artista marcial. No era el de todos los días, éste era nuevo y de una llamativa blancura que contrastaba con el negro del cinturón.

          En varios kilómetros a la redonda no había nadie. Es obvio, pensé, en las grandes decisiones uno siempre está solo.

          Ya estoy listo me dijo José. Yo me puse de pie. No me había puesto el uniforme, no lo necesitaba. Creo que tampoco deberíamos cubrirnos con ropa, así uno se mostraría tal cual es.

          ¿Y el gran combate? Ah... sí. José perdió, no estaba preparado. Le gané yo.

          Perdón, olvidé presentarme: Yo soy la vida...

          La VIDA siempre nos gana.

Bahía Blanca 10-4-87.

 

 

Gustavo Costas