LA HUERTA Y LOS SENTIDOS

 

 

 

Las otras noches estaba con un amigo disfrutando de una copa de vino y, mientras lo hacíamos, tratábamos de ponernos de acuerdo acerca de los sentidos. La discusión era sobre cual de los sentidos era el más importante. Él me respondió que el más importante es el sentido que se ha tenido pero que se ha perdido. Le respondí que en sentido estricto, no filosófico. Sostuvimos que algunos eran importantes porque dependían directamente del cerebro y otros eran tan amplios como todo el cuerpo. Finalmente mi amigo me convenció de que todos los sentidos son importantes y me dijo que me lo demostraría. Fuimos caminando en la noche hasta el parque Avellaneda y entramos a la Huerta Orgánica. Como no entendía de qué se trataba, me dijo que le diera tiempo al tiempo; que pronto amanecería.

 

Y finalmente salió el sol. Pude comprobar que lo primero que se apoderaba de mis sentidos era el verde intenso y variado de las hojas; pero tenía una particularidad, no era como estar mirando una cartulina de color verde sino que otros sentidos más profundos concurrían a mi ayuda y tornaban a esos verdes como sublimes y al mismo tiempo tranquilizadores. Me hacían sentir como en un ámbito familiar, pero no de mi casa individual, sino como un hogar ancestral. Más agudicé mi vista y en segundo plano venían los amarillos y los naranjas a unirse a esta sinfonía y jamás llegué a descubrir el número total de colores y matices que podía distinguir.

 

Ahora cerrá los ojos, me dijo. Entonces el olor de la hierba fresca se apoderó de mí y me di cuenta que ya no necesitaba que los perfumes fueran fabricados. Y más al fondo estaban las plantas aromáticas. No necesitaba verlas, sabia que estaban alli. El amanecer tiene dos particularidades, instantes antes que salga el sol, la temperatura parece descender y cuando se asoman los primeros rayos, los aromas parecen percibirse con mayor intensidad.

 

Ahora, sin abrir los ojos, concentrate en los sonidos, me dijo. El silencio a veces parece ser tan intenso que hasta molesta los oídos, sobre todo a los que están acostumbrado a las ciudades. Sin embargo aun en esta huerta el silencio no es absoluto: el simple viento moviendo las plantas a ras del piso o en lo alto de la copa de los árboles, produce un arrullo tal que invita a soñar despierto. A medida que el sol va ascendiendo, se le unen el canto de los pájaros y, a la lejanía, alguna cotorra y algún maullido.

 

En cuanto al tacto que se disemina por todo el cuerpo, solo necesitamos la yema del dedo índice. Me hizo sentir el fresco de las hierbas con pequeñas gotas de rocío matinal, la suavidad de la barba de los choclos, la aspereza de algunas hojas pero sobre todo me hizo comparar la textura de la arena que es inerte con la textura de la tierra recién sacada del compost. Y comprendí con gran asombro que se siente viva.

 

Y el gusto, le dije con tono de haberlo atrapado, lo dejaste para lo último porque es el más importante. No, me respondió, es el anteúltimo. No me había dado cuenta que llevaba en sus manos un termo con agua caliente, desprendió unas hojas de un Cedrón que estaba en la punta de uno de los tablones y las introdujo en el agua. Vertió la infusión en unas vasijas pintadas a manos y luego cocinadas según una técnica antigua y me dijo que nos íbamos a sentar a saborearlo en un banco que está bajo los árboles al costado del horno de barro. Realmente rico, le dije, pero me dijiste que este era el anteúltimo sentido, cual nos falta. Bebió y saboreó el último sorbo de la infusión y entonces mirando hacia un pájaro que estaba parado sobre uno de los troncos del quincho me dijo: el sentido de la armonía.

 

Estuvimos un rato contemplando el silencio. Entonces le dije: lo que pasa es que acá en esta huerta debe haber algo especial. Me respondió que no crea que es solo en el huerta y me invitó a seguir recorriendo el resto del Parque Avellaneda.

 

Gustavo Costas

 

13-6-09